Todos estamos, en mayor o menor medida, familiarizados con el efecto placebo, fenómeno por el cual los síntomas de un paciente pueden mejorar tras la aplicación de un tratamiento utilizando una sustancia placebo, es decir, que no tiene ningun efecto sobre la sintomatología del paciente (una cápsula vacía, o conteniendo sustancia no medicamentosa, como azúcar…).
Actualmente el uso más extendido de placebos se produce en los ensayos clínicos, en la fase de prueba de nuevos fármacos. Se mide el efecto provocado por el fármaco en la mejora de los síntomas y se compara con la mejora relatada por el grupo que está tomando el placebo (lógicamente, ellos piensan que están tomando el fármaco). Si el fármaco funciona, la mejora que se produce en el grupo experimental es mucho mayor que la que se obtiene en el grupo que recibe el placebo. Sin embargo, el placebo en sí puede provocar que una persona se sienta mejor.
Un día viví en persona el caso de una paciente que se quejaba de muchos dolores, imposibilidad para dormir y otros síntomas. Se notaba muy agitada, muy nerviosa. A pesar de que llevaba tiempo recibiendo medicación para aliviar estos síntomas, ese día se encontraba muy mal, angustiada, intranquila. Se le intentó calmar, se le dio la medicación prescrita para aliviar al dolor y, como medida para tratar de que mejorara, se le dio una pastilla «más fuerte, para que se calmara el dolor y pudiera descansar«. Al día siguiente, comentaba que había dormido estupendamente, que se sentía mucho mejor. Estaba mucho más relajada y animada. Seguramente, esa pastilla «más fuerte» fue la que la calmó, aunque luego me contaron que realmente había tomado su medicación habitual, igual que todos los días: la pastilla nueva que le habían dado no era más que una cápsula vacía.
Me llamó la atención porque, si bien yo conocía la existencia del efecto, nunca lo había visto de primera mano. Es sorprendente como consciente o inconscientemente podemos influir en nuestra propia curación.
Pero también existe la vertiente negativa. Del mismo modo que pensar que un tratamiento te va a aliviar puede generar una respuesta positiva en el organismo, pensar que te vas a poner mal o que puedes sufrir efectos secundarios puede provocar un empeoramiento, incluso si el tratamiento aplicado no podía por sí mismo provocar esos daños. Es lo que se conoce como efecto nocebo.
En los mismos ensayos clínicos con fármacos se advierte a los sujetos de los posibles efectos secundarios. Usuarios del grupo que recibe los fármacos puede que relaten que han sufrido estos efectos, pero lo curioso es que también comentan que los sufren sujetos que estaban en el grupo que no recibía el fármaco, sino el placebo.
Estos efectos, placebo y nocebo, si bien tienen un componente cognitivo (las expectativas que tenga el sujeto van a influir en los resultados, así como la información que le den, el ambiente en que se produzca la situación, la forma de administrar el placebo y la medicación real…), también se vinculan a otras características del condicionamiento, del aprendizaje inconsciente, por lo cual se produce también en animales.
Escribo sobre esto porque me parece interesante resaltar el poder que tenemos sobre nuestro cuerpo, para bien o para mal, de forma consciente e inconsciente. Por eso es importante que tratemos de encontrar la mejor manera de enfocar el tratamiento, buscando información adecuada y que comprendamos sobre la patología y las posibilidades de tratamiento, tratando de poner de nuestra parte para obtener la mejora, hacer caso a las recomendaciones que recibamos y tener bien presente que somos parte activa y fundamental de nuestra propia curación, y que nuestra colaboración en el tratamiento va a favorecer en gran medida a que logremos mejorar nuestro estado de salud.
Hay que eliminar la mentalidad pasiva –me dan algo (pastillas, inyecciones…) para ponerme mejor– y pasar a un comportamiento activo –realizo una serie de acciones y comportamientos para ponerme mejor-.
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